lunes, 8 de febrero de 2010

El Amor Bilingüe

La experiencia contemporánea de sí
Publicado en
197 julio 2005 de la Fuente Lora, Gerardo Reflexiones

El Amor Bilingüe
Gerardo de la Fuente Lora

I

En Se souvenir de belles choses, su primera película, filmeada en 2001, Zabou Breitman realiza una recreación, un retrato detallado del amor tal como quizá pueda únicamente acontecer esa pasión hoy, en nuestro tiempo. Sabido es que el estado de enamoramiento tiene su historia y que alrededor de ella se han escrito acaso las líneas más bellas del devenir humano. El Cantar de los Cantares, el amor cortés, pastoril, romántico, erótico; la entrega mística en Santa Teresa –morir por no morir–, los romances febriles, heroicos, filibusteros, hasta llegar al siglo veinte y su obsesiva imposibilidad de alcanzarnos los unos a los otros, sino más bien disyuntarnos en océanos de angustia o indiferencia. Tal vez el resultado menos desalentador de la investigación–elucubración filosófico–literaria acerca de lo amoroso en la última centuria consista en la resolución del gran sacudimiento de antaño, en la pasión tranquila de la amistad –la filia– o, a lo mucho, la ternura nostálgica.
Sin embargo, el filmee de Breitman, como otras creaciones, a algunas de las cuales haremos referencia ahora, parecen mostrarnos una posibilidad de supervivencia de lo amoroso en nuestro mundo. No se tratará de los desgarramientos al estilo La Dama de las Camelias ni de la alegría de aquella pasión spinoziana que incrementaba la potencia del Ser en cuanto tal. Será más bien un vínculo, una unión-separación mediada por flujos, por ríos, distancias y fronteras, por lenguajes. Un acontecer del dar, el don; pero no una generosidad de la plenitud, sino una ofrenda del olvido. Amar hoy, al parecer es, en parte, dar y recibir la memoria olvidada.
Nathalie (Isabelle Carré), una mujer muy joven, ingresa a un centro de atención médica, pues sufre problemas de memoria. Con frecuencia no recuerda los eventos cotidianos e inmediatos. Padece, descubrimos, la misma enfermedad que tuvo su madre: Alzheimer. En el lugar, conoce a Philipe (Bernard Campan), un hombre poco mayor que ella, afectado a su vez por dificultades para recordar buena parte de su vida; su narración de sí tiene vacíos, ni siquiera está seguro de la razón por la que se encuentra en el Centro de Atención Les Ecureuils. Nathalie y Philipe se acercan, se quieren, se hacen bien el uno al otro, tanto que los médicos tienen que aceptar que vivir juntos podría ayudarlos.
Su departamento está lleno de despertadores que, uno a uno, Philipe prepara para que suenen a determinadas horas. En un pizarrón, escribe lo que Nathalie necesita recordar. “12:00: sacar la leche del refrigerador. 1:35 Hablar al plomero”. También le escribe cartas de ruta para que ella pueda salir a la calle, ir a la tintorería, por ejemplo: “Camina doce pasos de frente. A tu derecha puedes ver un letrero azul, gira a a la izquierda y avanza hasta que estés frente a un portón rojo...” Después, no sin reparos de ella, una grabadora sustituirá los mapas. Si el amor en nuestro tiempo ha de tener un componente de ternura, ésta podría descubrirse en el cuidado, la atención, la procuración con que Philipe otorga a Nathalie el listado de sus recordatorios. Una de las secuencias más conmovedoras de la película ocurre cuando el pizarrón enlista los tiempos y pasos para la preparación de un pastel, pero Nathalie no puede seguir la lista en orden porque, en el primer momento, no recuerda si sacó en verdad tres huevos y una y otra vez vuelve a contar hasta que suena el siguiente despertador y ya tendría que haber metido la pasta al horno.
Nathalie a su vez procura a Philipe, hace el amor con él, le da calor, duerme a su lado, está con él a medida que los sueños empiezan a traerle imágenes, al principio apenas relámpagos, del accidente automovilístico en que perdieron la vida su mujer y su hijo. Ella lo abraza para calmar sus jadeos, sus brazos alejan los fantasmas del horror. Ella, lo mismo que él con la lista de recuerdos, le brinda –a la vez que la memoria– la pausa, la cadencia, la respiración de un ritmo, la paz.
Al final, Philipe recuerda. Nathalie le ha dado la memoria al parecer al costo de su propio olvido. Una noche no regresa, dejada incluso de la razón por la que traía una grabadora en la mano. El la encuentra al día siguiente. Se unen al parecer dispuestos a continuar con esta su ofrenda de la memoria y el olvido.
Ofrecer el propio olvido para dar al otro la memoria: ¿es este un mecanismo bosquejado únicamente en el filme de Zabou Breitman? Que esta figura del amor sea una posibilidad real de nuestro tiempo puede presentirse por el hecho de que la misma se reitera, ensaya y examina, en otras producciones artísticas. Así, en la sorprendente novela de Jonathan Safran Foer, Everything is illuminated, volveremos a encontrar una ofrenda de evanescencia y recuperación muy parecida a la de Philipe y Nathalie.
En una pequeña aldea judía del siglo XVIII, en Ucrania, junto al río aparecen una mañana los restos del hundimiento de una carreta. Entre los objetos extraños que flotan en las aguas, surge de pronto una niña de apenas unos días de edad. El rabino la lleva a la sinagoga en tanto piensa qué hacer con ella. Al fin, opta por entregarla como hija a alguno de los hombres adultos, solos, de la villa. Pero ¿a cuál? El rabino resuelve que sea la beba quien decida. Escribe en pedazos de papel los nombres de los posibles padres y los echa en la cuna. El elegido será el que tome la manita de la niña, pero ella no coge ninguno, así que el rabino, enojado, toma el primer nombre con que se topan sus dedos.
Es Yankel, antiguo usurero venido a menos y que al momento tiene más de ochenta años. Recibe a Brod (así se llamaba la pequeña y la historia de cómo le fue adjudicado ese nombre es una de las partes más notables de la novela de Foer), la acuna, la ama profundamente desde el primer momento. Su quererla consiste, en concreto, en crearse una historia para sí y una memoria para ella. Yankel no quiere que Brod viva con el estigma y enigma de ser recogida en un río, así que se inventa una esposa y madre muerta pero amantísima, y una vida, y un anecdotario entero. Pero Yankel es viejo y cada vez olvida más las cosas. Por amor a Brod, así como Philipe llenó el pizarrón de recordatorios, el anciano usurero escribe todas las noches, en el techo de su cuarto, las líneas de la memoria de él y ella. Para al despertar recordar: “Yo soy Yankel y lo que más amo en el mundo es a Brod”; en tal año pasaron tales o cuales cosas, esto y aquello es lo que somos.
La ofrenda del olvido de uno es el recuerdo del otro, en una generosidad que no sólo da la memoria sino que lo hace en la forma de una secuencia, listado, crónica, de un ritmo del rememorar. Interesa destacar un aspecto en que repara el escritor Safran Foer, a saber, que este amor infinito de Yankel y Brod, no es tampoco una fusión, sino que está afectado de opacidad, de un distanciamiento, ocasionado en primer término por la diferencia de edades de ambos personajes. Brod, nos dice el narrador,“no amaba a Yankel, no en el simple e imposible sentido de la palabra. Ella escasamente lo conocía, lo mismo que él a ella. Ellos conocían íntimamente los aspectos de ellos mismos en el otro, pero nunca al otro. (...) Eran extraños;”[1] Y sin embargo, continúa Safran Foer, “Sin embargo cada una era para el otro la cosa más cercana a un recipiente merecedor de amor que podrían encontrar. Por ello, se lo dieron todo el uno al otro (...) Y cuando Yankel decía que moriría por Brod, él realmente quería decir eso, pero ese morir no sería por Brod, exactamente, sino por su amor por ella. Y cuando ella decía, Padre, te quiero, ella no era ingenua ni deshonesta, sino lo contrario, sabia y suficientemente sincera como para mentir.”[2]
“No miente uno en lo esencial a los que ama –había observado ya el Primer Hombre de Albert Camus– por la sencilla razón de que sin la mentira no se podría vivir con ellos ni amarlos”[3]La figura del amor en nuestro tiempo está afectada por una distancia entre sus protagonistas, que vuelve problemáticas, al parecer, las categorías de lo verdadero y lo falso, al menos en la medida en que ambas se refieran de algún modo a la sinceridad o autenticidad, términos vinculados desde siempre al sueño de acceder a la expresión plena del adentro del Otro.
En la figura del amor que nos toca vivir hay, pues, una separación, un intervalo entre los que se quieren. En Yankel y Brod, por el tiempo y las generaciones de su coincidir en el mundo; entre Philipe y Nathalie, por la opacidad y el sinsentido de la enfermedad mental que niega el acceso tanto al otro como a sí mismo. Pero los amantes hoy tampoco son simples extraños. Son en verdad amantes, lo cual quiere decir que su separación no es un vacío, ausencia o caos, sino que es algo que tiene una forma, elasticidad, una sustancia que mantiene a los que aman en presencia uno del otro, en mostración, en la acción prolongada de amar. ¿Cuál es la forma de nuestra distancia hacia los que amamos? Eso es lo que ha examinado con detenimiento esa teoría tan bella nombrada por Abdelkabir Khatibi: el amor bilingüe.
II
Amar a alguien en su lengua. “Je n’ai pas d’autre histoire que la tienne”, hace decir Vassilis Alexakis, narrador griego escribiendo en francés, al protagonista de ese largo enunciado amoroso que es Le Coeur de Marguerite. “Tengo la impresión –continúa el autor– de ser alcanzado por la amnesia cuando ignoro dónde te encuentras, qué es lo que haces”, porque, en efecto, en la inversión que significa el amor contemporáneo, como hemos visto, la historia de sí es la ofrenda de olvido del otro. Pero si en un sólo idioma esto puede ser visto únicamente como descripción posible entre otras, una convención genérica para hablar del amor, una concesión más a la cursilería, en el amor bilingüe, el que acontece entre hablantes de dos lenguas diferentes, el efecto de separación de los amantes con respecto a la posesión original de su propio relato –el no ser ya los gerentes, cada uno por separado, de una narración, de una memoria de sí que sería su propiedad soberana– es una condición real e ineludible.
“La bilangue sépare, rythme la separation, alors que toute unité est depuis toujours inhabitée”[4], afirma Khatibi, porque en el amor bilingüe está vedada la fusión, la unidad deviene un espacio inhabitado, en primer lugar la unidad del ser amado frente a la lengua de su propio relato, porque el extranjero que le ama al mismo tiempo que le hace ofrenda de su lengua materna se la brinda recreada de tonalidades, significaciones, resonancias insospechadas. En francés, observa el árabe que reflexiona sobre su amor extranjero, la palabra “mot” –el nombre de la palabra misma– está cerca de “mort”, la muerte, “le falta sólo una sílaba, la concisión de un golpe, el éxtasis de un sollozo retenido”[5]. El extranjero que nos ama en nuestra lengua nos da a oír éxtasis, golpes y sollozos de nuestros vocablos que de ordinario nos son inaudibles, así como somos sordos a la pitagórica música de las esferas porque habitamos en ella como nuestro medio, a distancia cero de nuestra atmósfera. Escuchamos ahora, de pronto, otras voces, otras significaciones, fantasmales, intraducibles a nuestras palabras porque son ellas mismas, el mismo glosario aconteciendo en un distanciamiento ambiguo, inasible.
Y el que ofrece la lengua del otro experimenta también la multiplicación de las voces.
“Me sumergí en una aventura extraordinaria, dice Khatibi. Si me ocurría el sustituir una palabra por otra (yo lo sabía por mi cuenta) tenía la impresión, no de cometer una falta ni de infringir una ley, sino de pronunciar dos palabras simultáneamente: la una, que advenía a la escucha (...) y una otra que estaba ahí, y sin embargo lejana, vagabunda, vuelta sobre ella misma”[6]
Pero en el amor bilingüe la propia lengua materna sufre un desfondamiento extraordinario.
“Mientras que te hablo en tu lengua –se pregunta el árabe que ama en francés–, ¿dónde se olvida la mía? ¿Dónde habla ella todavía en silencio? Porque ella jamás es abolida en esos instantes. Cuando te hablo siento a mi lengua maternal deslizarse en un doble flujo: uno silencioso (silencio gutural), el otro, que se torna vacío, deshaciéndose por implosión en el orden bilingüe. Yo no sé cómo decirlo, toda la cadena nominal y fonética de mi palabra natal –yo nací en la boca de un dios invisible–, toda esta cadena, semejante a un problema de lenguaje, se destruye y se vuelve del revés hasta el balbuceo. Pierdo entonces mis palabras, las confundo de lengua a lengua”[7]
Insertos en el amor bilingüe, ¿podemos todavía hablar de una lengua primera, originaria, identitaria por sobre y subyacente a cualquier otra que advenga después? Vassilis Alexakis resume: “La lengua materna no es sino la primera lengua extranjera que aprendemos”. ¿Pero cómo, sin caer en un misticismo logo-phono-centrista, pensar la ausencia de un idioma primero, de una tierra lingüística que nos daría fundamentos y garantías? ¿Cómo aferrarnos a la pluralidad de las lenguas, a la materialidad, a la concreción de cada una, a su genio particular y, a la vez, no dar un lugar preeminente a alguna de ellas, un papel a pesar de todo hegemónico, una especie de fundamentalidad tal que retraduciría hacia sí todas las significaciones? ¿Pensar el bilingüismo sin postular a la vez una lengua franca?
La estrategia deconstructiva que ha descubierto y explorado el arte al indagar sobre el amor en nuestro tiempo consiste en postular y obtener las consecuencias del enunciado que afirma que la lengua original no es primera sino segunda; en concreto, nunca es la palabra materna, la langue maternelle, sino, como dice el ruso Andrei Makine escribiendo en francés, la “langue grand-maternelle”[8], es decir, no el idioma de la madre, sino de la abuela. En las sagas de nuestros días en que los protagonistas parten en busca de sus raíces, su recorrido da un salto generacional e indagan no por sus memorias reales, sino por sus recuerdos prenatales. Así en el amor “bilingüe” –de locura a cordura– de Nathalie y Philipe en Se Souvenir de Belles Choses, el olvido de ella no es el primero, sino que lo ha heredado: la historia que vemos ya había sido contada antes.
En Salsa, la película de Joyce Sherman Buñuel, el joven pianista francés Remy Bonnet (Vincent Lecoeur) y la oficinista y amante del baile Nathalie (Christianne Gout), se sumergen en la búsqueda de un bilingüismo que se resolverá con la unión de los abuelos de ella. Remy cambia el género de su música y a la vez su idioma: se hace pasar por cubano. Pero al convertirse en isleño, Remy no habla español, sino que su transformación consiste en una nueva entonación del francés mismo. Nathalie se enamora así de una lengua extranjera que es la suya propia. La relación de los dos jóvenes va a ocasionar el reencuentro de la abuela de la muchacha con un viejo sonero cubano. Al bilingüismo de hoy corresponde el de dos generaciones antes. El bilingüe es un amor que no comienza, sino que vuelve, como los fantasmas shakespereano-derridianos. Al final de la cinta, la protagonista descubre que ella misma es la nieta del amor tropical de su abuela, que su lengua “materna” fue desde siempre extranjera en relación con su idioma grand-maternelle.
En Les Mots Étrangers, novela de Vassilis Alexakis, el narrador griego que ha llegado a dominar el francés, al grado de considerarlo ya un idioma propio, natural a sí mismo, decide aprender una nueva lengua. Escoge el “sangó”, un habla africana. Y aunque la elección parece al principio guiada por el azar, al final el protagonista opta con base en el recuerdo de una foto en la que su padre aparecía retratado en un país remoto junto a un hablante de sangó. Así, el aprendizaje de la lengua extranjera adquiere el sentido de búsqueda de la memoria prenatal, pero a la vez significa el anhelo de la juventud perdida, la huida del aburrimiento, el deseo de la ingenuidad que nos acompaña cada vez que comenzamos el balbuceo de otra habla. Memoria y olvido nuevamente. Hay que aprender otra lengua para decir adiós al padre muerto; para amarlo, en última instancia.[9]
En fin, el vínculo entre amor bilingüe y lengua grand-maternell, aparece en Everything is Illuminated, la novela de Jonahtan Safran Foer que hemos comentado arriba, también bajo la forma de búsqueda de la identidad en un habla extranjera. En este caso, el protagonista norteamericano viaja a Ucrania, armado de una vieja fotografía donde aparecen su abuelo y otros personajes en la época de la segunda guerra mundial. Su objetivo es encontrar a una mujer que, niña en la imagen, podría ser la única sobreviviente de aquel encuadre. Para recuperar su historia, Jonathan consigue los servicios de traducción de un muchacho ucraniano, Alexander, iniciándose entre ellos un profundo nexo bilingüe. No es posible seguir aquí los retruécanos de esta narración bella y sorprendente que merecería un análisis crítico en sí misma. Consignemos que también en este caso la lengua materna se desplaza hacia su antecesora, la extranjera palabra grand-maternell. Hay un momento en la historia en que el protagonista cuenta un intercambio directo entre su decir y el de su abuela que tuvo lugar en su infancia.
“Mi abuela y yo solíamos gritar palabras en su traspatio en las noches, cuando yo debería estar dormido. Eso es algo que recuerdo. Gritábamos las palabras más largas que pudiéramos pensar. ‘Fantasmagoría’ gritaba yo y ella reía. Entonces ella gritaba ‘antediluviano’ (...) Y entonces yo veía las venas de su cuello mientras ella gritaba alguna palabra yidish. Estábamos los dos, supongo, enamorados de las palabras.” ¿Y no estaban los dos secretamente enamorados el uno del otro? Él rio otra vez. ¿Qué significaban las palabras que ella gritaba? “No lo sé, nunca supe lo que significaban”(...) ¿Por qué no preguntaste qué significaban las palabras? “Tenía miedo” ¿De qué tenías miedo? “No lo sé. Simplemente tenía miedo. Yo sabía que no se suponía que debiera preguntar y no lo hice”[10].
La bilangue supone un límite de intraducibilidad. No hay tránsito de un universo lingüístico a otro ni significa el reino de la transparencia. Ello es así incluso cuando es el mismo hablante quien es competente en ambos idiomas. Lo que hay entre esta diglosia no es una lengua tercera, comodín u operador de equivalencias perfectas, sino una distancia, una diferencia que se mantiene, pero que tiene la forma precisa de un ritmo, de una enunciación, de un flujo sincopado. Por eso, en el amor bilingüe no se trata exactamente de entender, sino, en primer lugar, de dejarse llevar por la cadencia del sonido, por la música del decir del otro, como cuando una abuela y su nieto se ponen a gritar palabras largas, muy largas, por el gusto de oírlas, de sentirlas, de bailarlas. Así, en la película Salsa, la música no es exactamente lo que tienen en común, lo que une o traduce a todos los amantes, sino lo que los hace perseverar en su relación y a la vez en su ambigüedad, en la diversidad de sus palabras extranjeras. Lo mismo podría decirse en relación con el lugar del baile en la bella cinta de Sally Potter La Lección de Tango. Aquí, un amor que transita del inglés al español, que combina ambas lenguas con el francés, fluye por la música argentina aun cuando las diferencias entre la creadora cinematográfica y el bailarín no se resuelvan. La danza no fusiona, pero sostiene a los protagonistas anudados en la preservación de su distancia.
III
Es la presencia de ese medio no lingüístico, sino rítmico, musical, fluvial, lo que puede llevar a una de las patologías peculiares del amor bilingüe, a saber, el prendarse no del hablante, sino de a su lengua. Al comienzo de Les Mots Ëtrangers, el narrador se pregunta:
“¿Cómo habría reaccionado mi padre si me hubiera oído recitar palabras africanas? Habría sonreído, seguramente. ¿Puede uno aprender una lengua únicamente para agradar a un ausente? (...) Otra pregunta, además, retuvo mi atención: ¿Puede uno enamorarse de una lengua como de una mujer?”[11]
Por los extraños caminos de la intertextualidad literaria, la escritora estadounidense Demetria Martínez escucha y contesta afirmativamente estas preguntas en su novela Lengua Madre, en la que el hijo de la protagonista emprende el aprendizaje del español para hacer honor al recuerdo de su padre –un guerrillero salvadoreño– desaparecido hace veinte años. En cuanto al enamoramiento de la lengua, la narradora recuerda las palabras de su madrina mexicana (la langue grand-maternelle):
“Cuando vine de México iba recogiendo palabras como si fueran abono para fertilizar mi vida en esta tierra extranjera. Y con el tiempo me enamoré del inglés. ¿Los hombres? Los hombres vienen y se van. Pero la lengua siempre será mía. Recuérdalo”[12].
El amante bilingüe puede errar fácilmente el objeto de su amor. Puede confundir a su amado con la lengua misma, el medio de su relación con la persona del otro, como si las enunciaciones extranjeras que le dan el regalo de su propia lengua no proviniesen de una boca anhelada, sino que fueran realizaciones inscritas en la materia sustancial del otro idioma. Quien se enamora de otra lengua como de una mujer pierde lo que de acontecimiento tiene el lenguaje, lo irrepetible de cada enunciación, el ritmo propio, la música del medio que se vuelve única e irrepetible con cada ejecutante. El enamorado de la otra lengua en sí misma ya no hace distinción de los hablantes, sino que se maravilla únicamente por el significado, por el contenido del decir. Por eso, su relación termina cuando la comprensión se instala. Demetria Martínez expresa muy bien este no amor de la lengua:
“Cuando te enamoras de un hombre que habla otra lengua, desarrollas un tercer oído. Primero, tratas de entender lo que dice. Después empiezas a oír lo que quiere decir. Entonces se rompe la relación”[13].
Si el juego consiste en entenderlo todo, entonces no tratamos con un amour bilangue, aun cuando en las interacciones participen hablantes de dos lenguas –e incluso aunque sus intercambios versen sobre su deseo y entrega. El amor bilingüe no es asunto de comunicación ni de transparencia de la comunicación. Se trata de una experiencia de nuestro tiempo vinculada con un tipo de ser humano naciente, el fronterizo, el cross border, el clandestino, como le llama Manu Chau. Es una manera de vivir en continuo line trasspasing, transgrediendo diferencias culturales sin eliminarlas, a la manera en que el erotismo de Georges Bataille, por ejemplo, supone romper el interdicto sin suprimirlo. El amante bilingüe puede, ante sus problemas de comunicación, hacer uso de esa lengua sin genio ni sex appeal que es el inglés computacional. Puede emplearlo incluso para informar a su compañera finlandesa que el nombre de su sentimiento por ella es “love” y ella lo entenderá. Pero al hacer esto no le habrá hecho donación de la memoria y el olvido, no habrá nadado con ella en el río de las resonancias, de los ecos de la lengua grand-maternelle.
El amour bilangue, la forma posible del amar en los días que corren, es el tema de muchas obras contemporáneas de arte. Apenas hemos dado algunos ejemplos de ellas. El movimiento de dar el olvido y la memoria en la lengua del otro parece tener la constante de ofrecerse, de plasmarse, como una corriente, un fluir, una secuencia de danza frenética, larga, interminable como en La Leccion de Tango cuando Sally y Pablo recorren todo el estudio vacío, de parte a parte, abrazados de perfil el uno al otro; un flujo largo como las palabras extranjeras de una abuela o un discurrir como agua, como nadar.
Eso, precisamente. Cuando en Le Coeur de Marguerite el cineasta griego y Margarita se encuentran por fin en la casa de él, nadan en el pequeño estanque. Su estar juntos, su hacer el amor, es el contacto mediado, ondulante del agua. Y las risas y palabras oscilan como olas, se deforman, resuenan, chapotean. El amour bilangue es pasión de mar, de tránsfugas que cruzan fronteras acuáticas, balanceo, inmersión en el liquido amniótico de una generación anterior, nacimiento que es recuerdo de antes de uno mismo. Es unión y perseverancia en un flujo que separa, del Otro, del sí mismo. En última instancia, señala Abdelkabir Khatibi, tenemos necesidad del amor bilingüe para aprehender nuestro propio resquebrajamiento: “J´ai besoin de l´autre langue –la tienne etrangére en moi– pour me raconter mon inadaptation au monde.”[14]
IV
Je t’aime dans ta langue maternelle[15].

[1] Jonathan Safran Foer, Everything is Illuminated, 1a. edición, Penguin Books, England, 2003, p. 82.
[2] Id.
[3] Albert Camus, El Prmer Hombre, 1a edición, Tusquets, México, 1994, p. 223.
[4]Khatibi Abdelkebir, Amour bilingue, Ed. Fata Morgana, Paris, s/f, p. 109.
[5] Ib., p. 10.
[6] Ib., p. 35.
[7] Ib., p. 48-49.
[8] Confróntese la novela de Andreï Makine, Le Testament Francais, 1a edición, Mercure de France, Paris, 1995.
[9] Vassilis Alexakis, Les Mots Ëtrangers, 1a edición, Stock, Paris, 2002.
[10] Jonathan Safran Foer, Everything is Illuminated, o. c., p. 159.
[11] Vassilis Alexakis, Les Mots Ëtrangers, o.c., p. 24.
[12]Demetria Martínez, Lengua Madre, 1a edición, Seix Barral, España, 1996, p. 39.
[13] Id.
[14]Khatibi Abdelkebir, Amour bilangue, o. c., p. 63.
[15] Ib., p. 43.
El autor es coordinador de la Maestría en Estética y Arte, en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, y miembro del Consejo Editorial de Memoria.

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